Lo que el ladrón se llevó

Agronomía es un barrio de bajo perfil: calles anchas y arboladas, casas bajas y negocios que cierran a la hora de la siesta. Tanta tranquilidad te engaña, te ilusiona con la idea de lugar seguro. Y uno se deja engañar, porque quiere sentirse a salvo. Pero volvimos a casa y nos encontramos con las cerraduras forzadas. Y chau ilusión.
Primer golpe, encontrás todo revuelto. Segundo, notás la ausencia de lo obvio: televisor, computadora y esas cosas. Pensás que eso importa y puteás un rato, pero después descubrís la falta de documentos. Cuando sos consciente de la burocracia que te espera, te olvidás de lo molesta que estabas por el televisor. Y de pronto, te das cuenta de que la ropa que tenías también se fue. Para ese entonces, los pasaportes, tarjetas y partidas de nacimiento te importan un bledo. Y los objetos de valor te importan todavía menos. Te encontrás sin campera, sin pantalones, sin sábanas... Y entonces, sí, el golpe de gracia. Entendés que si te vaciaron la mesa de luz, se llevaron el rosario que te regaló tu abuelo (el rosario en sí hace mucho que dejó de importarme, pero también se llevaron la dedicatoria que lo acompañaba, y eso sí duele), las pocas medallitas que lograron sobrevivir a las reiteradas crisis que afectaron a varias generaciones de la familia y, lo peor: también te robaron la lata. La de flores. La que compraste a los 15 años en un negocio de "Todo por $2". Y entonces comprendés que se llevaron todos tus recuerdos.
Como soy muy selectiva, entraban en una lata chica, que apenas cerraba. Se notaba que eran papeles, pero se los llevaron igual. No era algo que mirara siempre, pero de vez en cuando la abría y recuperaba la imagen de momentos importantes que viví, me reencontraba con la sensación de aquél entonces. Ahora llevo una semana devanándome los sesos para tratar de recuperar algo de eso... y es odioso descubrir que me acuerdo de tan poco. Son ridiculeces, ya lo sé. El moño del primer ramo de flores que me regalaron, la entrada de cuando fui a ver a B. B. King., una navaja hecha de palitos de helado que me regaló mi mejor amigo de primaria y que falleció a los 13 años, cartas de familiares y amigos... también había un poema que me había escrito un desconocido en el tren, y otro que me había hecho un compositor que solía tocar la guitarra en el patio de la facultad. Dos extraños con los que apenas crucé un par de palabras. Pero esos dos poemas iban a recordarme toda la vida que alguna vez fui una mujer capaz de generar ese arrebato en un desconocido. Y ahora esos papeles van a terminar, con suerte, en un tacho de basura, y con el tiempo yo también voy a olvidarlos. De hecho, no me acuerdo ni un solo verso.
Ahí estaba también la cucharita del helado que compartimos con mi marido la primera vez que hablamos seriamente de casarnos, el pasaje del primer vuelo que hice sola en avión, una carta que mi hermana menor me escribió cuando me mudé sola, la entrada al museo Rodin (al que nunca imaginé poder visitar... ese ticket iba a recordarme que hasta lo que parece imposible a veces se alcanza).
La lata tenía muchas cosas más... cada vez que tocaba esos objetos viajaba hacia atrás. Ahora, apenas recuerdo unos pocos. Y la idea de perder esos momentos para siempre me causa una tristeza infinita. Quizás lo que más me afecta es que se llevaron lo más íntimo que tenía. Me sacaron parte de la memoria. Y una parte que nadie más conocía.
Todo lo demás, volverá con el tiempo. Lo imprescindible, ya lo repusimos. Los amigos nos regalaron sábanas y me prestaron abrigo. Es bueno tener gente querida cerca, te devuelven un poco la fe en la humanidad. Imagino que con el paso del tiempo voy a volver a sentirme en casa, y a recuperar un poco la sensación de seguridad. Y que volveré a llenar una lata con nuevos recuerdos para poder viajar al pasado cuando sea vieja, u optaré por "viajar liviana y dejar todo atrás", como me recomendó un amigo. Pero hoy estoy triste, y mi Buenos Aires querida se me antoja gris, cruel e inhóspita, y mi barrio perdió el encanto que tenía; y no dejo de preguntarme qué clase de mundo es este que no me permite darle ni un lugar seguro a mi hija, ni guardar una lata llena de papelitos para que revise cuando tenga edad de juntar sus propios recuerdos. Así dan ganas de mudarse al medio del desierto patagónico.
Cuando le conté esto a un amigo me dijo "escribila, hacé que tu lata se rehaga en letras". Así que acá estoy, después de tantos meses sin entradas en el blog, retomándolo para hablar de algo que no tiene mucho que ver con la temática de este espacio. O quizás sí: al fin y al cabo, esa lata contenía buena parte de lo que marcó mi vida. Quizás este sea el mejor sitio para reconstruir el recuerdo a partir de los retazos que todavía me quedan. Así que esta vez no hay recomendación de lecturas, ni de cafés, ni recetas. Tampoco hay fotos. Pero sí hay retazos de memoria, a ver si las palabras logran conservarla.

QUITAPENAS: las recetas y los libros que me levantan el ánimo


Cuando la vida se me antoja demasiado compleja o incomprensible, cocino. Mezclar ingredientes, explorar sabores, tiene algo de simpleza primitiva, de vuelta a la niñez. Y si el resultado de este particular tipo de alquimia es, además, rico, reconforta el cuerpo y el alma al mismo tiempo.
A veces basta con un aroma. El olor a pan casero, recién hecho, es un abrazo. El pollo al horno, consuela. Pero hay dos recetas que preparo cuando necesito volver a mi eje: la de la Torta mexicana de limón y lima (instrucciones, al final de la nota), y la de la Torta de los 80 golpes (las recetas varían, una opción aquí y otra al final del artículo). Son mi terapia culinaria por excelencia.
La torta mexicana es una especie de bizcochuelo muy seco, que se humedece con almíbar de limón y se come acompañado con helado o crema.  Hacerlo requiere de cierta dosis de trabajo y atención. No demasiada, pero si uno se deja llevar por pensamientos ajenos al accionar concreto que la receta reclama, o se raya un dedo, o las almendras salen disparadas por la cocina. Sí: para hacer esta torta hay que pelar y tostar 150 gramos de almendras y rayar unos cuantos limones y limas. Seis, para ser exacta. Por eso, es una buena receta para despejar la mente, al menos por un rato. Pero, para pensar a lo grande y descargar furia, nada mejor que la Torta de los 80 golpes. Obliga a aporrear la masa con fuerza contra la mesada tantas veces como lo necesitemos (quiero decir, como lo necesite la masa: al menos 80 golpes, tal cual indica su nombre).
Así como tengo mis recetas quitapenas, también tengo mis lecturas. Cuando la tristeza es mucha, vuelvo a ciertos libros como quien regresa al hogar. Historias leídas y releídas, que me resultan entrañables por diferentes motivos. Sus personajes son viejos amigos que siempre me están esperando. Para cambiar el ánimo, vuelvo a seguir los pasos de La Maga a lo largo de la queridísima Rayuela; viajo a Terramar y me reencuentro con Gavilán y con Tenar; busco a Dulkancellín, a Cucub, a Wilkilén en los Confines; paseo por Diomira o por Fedora (prefiero evitar Zemrude), de la mano de Calvino; o -con estupor y temblores- me lanzo desde la ventana junto a Amélie, para apreciar Japón desde las alturas. Y si mi ánimo, por esas cuestiones de la vida, se me revela oscuro y feroz, entonces vuelvo a recitar el inicio de Cantos de Maldoror, casi como una plegaria:
"Ruego al cielo que el lector, animado y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre, sin desorientarse, su camino abrupto y salvaje, a través de las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno....".
Un par de líneas de Lautréamont me bastan para que mi alma recupere su deseo de huir hacia sitios más felices. Y si tampoco funciona, queda, por supuesto, escuchar música, bailar y beber.


Quitapenas de yapa:

Música: Pearl, de Janis Joplin.
Bebida: mojito o caipirinha.
Y chocolate, siempre.


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UN LIBRO: Tardes con Margueritte, de Marie-Sabine Roger

Desde el alféizar de mi ventana, la orquídea despliega sus flores recién nacidas. Tienen pétalos sedosos, que brillan al sol. Duran apenas unos 15 días, pero valen el año de espera. Esas flores en la ventana contagian optimismo. Y, lo que es aún mejor, anuncian la llegada de la primavera. 
Casualmente, estos días estuve leyendo una novela que tiene un poco de orquídea: contagia felicidad y, aunque puede parecer un poco simplona, sabe desplegar una belleza efímera pero grata de apreciar. Se trata de Tardes con Margueritte. Cálida, reflexiva, con personajes entrañables y una trama simple pero emotiva, esta historia discurre sin sobresaltos, con una agradable tersura narrativa.
Confieso que, al leer la contratapa, pensé que se trataba de una novela escrita siguiendo una receta de riesgo cero: mezclar (pero no revolver) un hombre tosco, emocionalmente roto, con una ancianita encantadora y un poquitín extravagante. Agregar una pizca de humor y una buena dosis de lectura compartida, y listo: tenemos una historia conmovedora, apta para todo público. Pero en lugar de usar y abusar del cliché, la autora revela toda la trama en las primeras páginas, en una especie de sincericidio que se agradece. Luego no hay golpes bajos, ni abruptos cambios de rumbo: la belleza de esta obra radica en cómo la historia discurre, casi graciosamente, hacia un final que se conoce desde el principio.
Germain y Margueritte se encuentran, casualmente, en el parque. Él, un hombre tosco, casi analfabeto. Ella, una anciana diminuta, culta y gentil. Ambos suelen contar las palomas, un pasatiempo algo inusual que los lleva a trabar amistad. Con el discurrir de las tardes, Margueritte comienza a leer en voz alta algunos fragmentos de novelas que le gustan. Y así, casi sin querer, Germain descubre en los libros un mundo cautivante que lo impulsa a repensar su vida, su modo de relacionarse con la gente que lo rodea, y hasta su forma de amar.
Una novela primaveral, que bien puede levantar el espíritu en uno de estos días fríos, grises y lluviosos que todavía andan rondando por estas latitudes. 

Un lugar: Torcuato & Regina, en Av. Santa Fe 772. Un pedacito de París en Buenos Aires. Desde las ventanas de este bar/bistró se aprecia el Palacio Paz y la Plaza Francia.
Un bebida: té verde con cardamomo, canela y jengibre. Me acompañó durante la lectura y ahora humea en la taza mientras escribo esta entrada. Tiene un aroma delicado y algo dulzón.
Un tema musical: Quelqu'un m'a dit, de Carla Bruni.
Un fragmento: "El problema es que digo lo que pienso con las palabras que he aprendido. Inevitablemente, eso me limita. A lo mejor por eso parezco muy directo, por hablar sin rodeos. Pero, un gato es un gato y un coño es un coño, ¿qué le voy a hacer si existen esas palabras? Las uso y punto. Tampoco es para rasgarse las vestiduras.
Pero también me acompleja. Y no tanto porque de quince palabras que digo, doce son vulgares, sino porque con quince palabras no basta para contarlo todo."

 
 
 

 

UN LUGAR: Almacén de antojos, en Colegiales

En el corazón de Colegiales, escondido entre casas bajas, árboles y calles de adoquines, anida un pequeño bar: Almacén de antojos. Sencillo, sin adornos grandilocuentes ni estética supercool, ofrece una carta muy acotada para el almuerzo y, su especialidad, deliciosa pastelería artesanal para la hora del café.
Un local antiguo, con mamparas de vidrio partido, seis o siete mesas en su interior, algunas plantas (casi todas, hierbas aromáticas), música suave y una vitrina especialmente preparada para golosos, dan la bienvenida a la gente del barrio o a los foráneos que, como yo, llegan tentados por lo que su nombre promete.
Probé un postre llamado "Frechure passion": suave crema de maracuyá, frutos rojos y un exquisito bizcochuelo bretón. Qué puedo decirles... un manjar. Y -sólo para verificar si lo rico se limitaba a los postres con nombre difícil- también probé las medialunas... ¡y resultaron igualmente deliciosas!
Si piensan ir solos, en pareja o con amigos, salteen el siguiente párrafo. Ahora bien, si tienen bebés/niños muy pequeños, notarán que no todo en este lugar garantiza una merienda perfecta. Primero: no hay sillas altas. Por ende, o se atragantan con el café y los postres mientras sostienen a su bebé a upa y tratan de evitar que salga volando la azucarera, o, si ya camina, se arman de paciencia para perseguirlo por el local cada vez que se baje de la silla. Por otro lado, si se sientan muy cerca del ventanal, encontrarán que en el suelo, pegadito a la pared exterior, hay una especie de hendidura/respiradero por el cual se ve el piso de abajo. Entonces: vayan, deléitense con las dulzuras de elaboración casera, pero dejen los juguetes pequeños de sus chicos en casa porque tienen muchas posibilidades de que, en un abrir y cerrar de ojos, sus retoños estén jugando a lanzar chiches por el huequito de la pared.
La dirección: Zapiola 1105, Ciudad de Buenos Aires
Un libro: La elegancia del erizo, de Muriel Barbery.  Una novela sobre la amistad, el amor y el arte, que invita a reencontrarse con la belleza de lo efímero.
Una bebida: tazón de café con leche
Un tema musical: A happy song, de Nataly Dawn

UN LIBRO: "La descomposición", de Hernán Ronsino



Compartir gustos literarios con varios amigos es una suerte, porque siempre hay alguno que nos recomienda un autor o un libro que da gusto leer. Así llegué a este escritor argentino al que pretendo seguir el rastro. 
Ronsino tiene una gran habilidad para dotar a sus novelas de una atmósfera y un ritmo muy particular. Leer La descomposición es sumergirse en el aire húmedo, pesado y asfixiante de un pueblo perdido, cercado por campo y agua estancada. Es acompasar el paso, e incluso la respiración, a esa cadencia de muerte. Pese a ser una novela muy breve, tiene una densidad y una consistencia que exige una entrega absoluta. Te obliga a que la sigas, a que te adentres en esa trama oscura en la que todo parece a punto de estallar y, sin embargo, se contiene apenas lo suficiente como para que ansíes seguir adelante.
La descomposición es un libro perturbador. Tras una trama que avanza sin mayores sobresaltos, se esconde un final que te arrolla y te deja sin aire. Los personajes parecen haberse contaminado del aire malsano del lago muerto que los acecha desde las afueras del pueblo, porque se entregan a la locura y a la decadencia como quien contempla cómo pasa la tarde. Hay algo que avanza inexorablemente y que devasta todo lo conocido, mientras el lector no puede más que ser testigo de ese devenir exasperante. Y aunque, por momentos, dan ganas de mirar hacia otro lado, esta novela nos sujeta y no nos deja ir hasta dar vuelta la última página.
 
Un lugar: Café de la esquina, en Libertador y Olazábal. Un bar que parece existir al margen del paso del tiempo.
Una bebida: un tinto fuerte y áspero, servido en vaso chico. Ginebra, para bajar los últimos capítulos.
Un tema musical: aunque el tango está muy presente en la novela, me quedo con Fandermole para musicalizar el momento post-lectura. Sobre todo, con el tema "El miedo".
Una cita:
"Así desnuda era como un mar. Esa pieza. El perfume. Las sirenas, afuera. Todo el vino que me había chupado. ¿Sabés que pensé en un mar? Tuve la impresión de un mar. Tenía que ponerme a nadar, atravesarlo, en el medio de la noche. La mina desnuda, era el mar. Y había que llegar a la otra costa. Me desnudé, como cuando me tiraba de pibe en la laguna de Pomaré. La misma ilusión, che. La abracé. Me acordé del gesto que acompañaba las palabras del maestro Medrán: 'El que se entrega a una mujer lo quiere todo, pero también lo pierde todo', decía el viejo mientras se apretaba el corazón."


A modo de presentación



Hace mucho, mucho tiempo, creé este blog para escribir sobre  aquello que marcaba mi vida de alguna manera. Ciertos libros, música, lugares, imágenes, películas... la realidad es que darle forma concreta a mi intención no me resultó fácil. Y ahí quedó la idea, dormida. Pero hace algunos días, las piezas comenzaron a acomodarse, vaya uno a saber por qué.
Resulta que me encanta cocinar. Me parece una de las tareas más gratificantes que existen. ¿Y qué es un buen plato, bien elaborado, sin una buena bebida que lo acompañe? No soy especialista en cata de vinos, pero sí sé que hay comidas que piden un buen cabernet para completarse. Así como también hay lugares que piden un buen libro, tangos que reclaman un mate amargo o un vaso de whisky, cafés que necesitan una dosis de poesía. Estaba pensando en esto, y en que en mi vida esta búsqueda de un buen maridaje excede el ámbito de la comida, cuando por fin imaginé la forma de este blog. Entendí que podía tratarse de un espacio para compartir lo que me moviliza, y para hablar de cómo mis placeres se entrelazan, se acompañan, ya sea en el terreno de lo real, o al evocarse mutuamente. 
Así nace Marca de agua: de aquí en más, será una especie de bitácora de placeres que, a mi parecer, van bien juntos. Si allá, del otro lado, alguien lee y tiene algo para compartir, bienvenido sea su comentario.

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